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los mejores relatos de fantasia (volume 1)

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LOS MEJORES
RELATOS DE FANTASÍA I
Avram Davidson
(Recopilador)
Avram Davidson
Título original: Magic for Sale
Traducción: Cesar Terrón
© 1983 by Avram Davidson
© 1985, Ediciones Martínez Roca, S. A.
Gran vía 774 - Barcelona
ISBN 84-270-0969-0
Edición digital de Umbriel.
R6 08/02
ÍNDICE
Tienda de chatarra, John Brosnan (Junk Shop, 1968)
Del tiempo y la Tercera Avenida, Alfred Bester (Of Time and Third Avenue, 1951)
Cada cual su botella, John Collier (Bottle Party, 1939)
Tal como está, Robert Silverberg (As Is, 1968)
La capa, Robert Bloch (The Cloak, 1939)
Piedra de toque, Terry Carr (Touchstone, 1964)
Doctor Bhumbo Singh, Avram Davidson (Dr. Bhumbo Singh, 1982)
El héroe es único, Harlan Ellison (The Cheese Stands Alone, 1981)
El tritón malasio, Jane Yolen (The Malaysian Mer, 1982)
Bébase entero: contra la locura de masas, Ray Bradbury (Drink Entire: Against the
Madness of Crowds, 1975)
Elephas Frumenti, L. Sprague de Camp (Elephas Frumenti, 1950)
Tellero Bo, Theodore Sturgeon (Shottle Bop, 1948)
El huevo de cristal, H. G. Wells (The Crystal Egg, 1900)
La mujer del vestido genético, Daniel Gilbert (The Woman in the Designer Genes,
1980)
TIENDA DE CHATARRA


John Brosnan
Australia, tierra natal de John Brosnan, es un país tan grande (casi tan grande como los
Estados Unidos si descontamos Alaska) como para justificar que este escritor haya
creado un relato tan corto. «Lo escribí —explica Brosnan— mientras trabajaba de
archivero en una oficina de impuestos, poco después de llegar a Gran Bretaña tras un
largo trayecto por tierra en un típico autobús de dos pisos, y creo que estaba muy
deprimido en aquella época. He vivido en Londres desde entonces.» Y ahora el
seleccionador debe refrenar su locuacidad, o la introducción será más larga que el relato.
John Brosnan nació en Perth, Australia occidental, en 1947, y se estableció en Gran
Bretaña en 1970. Ha escrito diversos libros sobre cine, entre ellos Future Tense: The
Cinema of Science Fiction, y dos novelas, Skyship y The Midas Deep, así como cuentos
«fundamentalmente de naturaleza humorística, aunque las opiniones varían».
Joe descubrió la tienda por casualidad durante uno de sus paseos a la hora del
almuerzo. Estaba apretujada entre una fábrica en ruinas y un vacío almacén en una
pequeña callejuela. Si le preguntan el lugar exacto, Joe será incapaz de contestar,
aunque él sabe que se hallaba cerca de las cocheras de tranvías. No era lo que se llama
propiamente una tienda, dice Joe; no había escaparate, no había nada, en realidad no era
más que una barraca.
En fin, Joe se detiene al llegar a la tienda y atisba el interior. No consigue ver gran cosa
porque el sol brilla bastante ese día, y el interior está oscuro, pero vislumbra un letrero en
una mesa, cerca de la puerta, que tiene escrita la palabra CHATARRA. Joe, como es
sabido, es aficionado a husmear en tiendas de chatarra y similares, y entra. Todavía no
puede ver nada, deslumbrado como está por el sol, pero e! lugar huele mal. El ambiente
es caluroso y húmedo, tiene un sabor «metálico» (si le preguntan a Joe qué pretende
decir con eso, él supondrá que se trata del criadero perfecto para uno de sus dolores de
cabeza). Pero Joe decide que echará una rápida ojeada, y cuando por fin sus ojos se
adaptan a la oscuridad interior, empieza a husmear.
Las existencias, suponiendo que se las pueda llamar así, están dispuestas en dos
hileras de mesas largas y estrechas que se extienden hasta la misma parte trasera de la
tienda. Al principio nada parece prometedor a Joe, en realidad ni siquiera reconoce lo que

ve; pero eso no le sorprende, ya que supone que los objetos más vulgares parecen
extraños cuando están alejados de su habitual entorno. Al coger una retorcida pieza de
metal, preguntándose si procede de las entrañas de un motor de reacción o de una
lavadora, Joe nota de pronto que alguien está de pie junto a él. Sorprendido, se vuelve y
ve a un anciano vestido con un sucio mono.
Suponiendo que debe de ser el propietario de la tienda, como así es realmente, Joe
sonríe y le dice:
—Sólo estoy echando una ojeada. Le parece bien, ¿no? —-Claro —dice el viejo—,
mire cuanto quiera. Él es un extraño bobalicón, según Joe. Piel amarillenta, ¿saben?,
como de ictericia, y ojos de brillante color anaranjado. Bien, pregunten a Joe luego. La
cuestión es que a Joe no le gusta el aspecto del anciano y confía en que se esfume. Joe
considera que ser observado anula toda la diversión de curiosear.
—Estaré detrás —dice el viejo—. Dé un grito si encuentra algo que le guste.
Y se va. Sintiéndose más feliz, Joe continúa su fisgoneo y, dos minutos más tarde, topa
con algo que le interesa. Es una esfera en forma de huevo, de veinte centímetros de
diámetro, hecha con vidrio transparente o algo similar. Como por arte de magia —y Joe
tiene sus ideas al respecto— el anciano vuelve a estar junto a él con aire ansioso. Joe
está tan sorprendido que el objeto por poco se le escapa de las manos.
—¿Le gusta? —pregunta el viejo.
—Oh, no sé —dice Joe—. ¿Qué es? No será una de esas bolas de cristal, ¿eh?
—Nooo —dice el viejo—. Es lo que podría llamarse una novedad. Mire fijamente el
interior.
Joe obedece. Descubre que el huevo tiene un trozo de reluciente neblina en el centro.
—Observe —dice el viejo.
Joe observa y ve que la zona de neblina se encoge. Se hace cada vez más pequeña
hasta que es imposible verla. Luego hay un brillante centelleo de luz y la zona de neblina
reaparece, pero en esta ocasión creciendo.
—¿Qué es? —vuelve a preguntar Joe.
—El universo —responde el anciano.
—Oh —dice Joe, y luego piensa un poco—. Muy ingenioso, ciertamente. Como una de

esas escenas de Navidad para los niños. Las agitas y parece como si nevara dentro.
—Nooo —dice el anciano—. Esto es genuino. Lo que está sosteniendo usted es su
verdadero universo.
—Me está tomando el pelo —dice Joe—. ¿Cómo puede meterse el universo entero en
un huevo de cristal de este tamaño?
—No lo sé —responde el viejo—. Supongo que es como meter un barco dentro de una
botella Era un hobby de un antepasado mío. Ni siquiera tengo una pista de cómo lo hacía.
—Pero ¿cómo podemos estar aquí sosteniendo el universo? —pregunta Joe—. ¿No
deberíamos estar también dentro del huevo?
—Estamos, o estaremos, o estuvimos; no estoy seguro. Una escala de tiempo muy
distinta, eso está claro por el hecho de que podemos ver la vibración del universo.
Mientras hablamos, millones de años pasan dentro del huevo.
—Hummm —dice Joe.
—Bien, ¿lo quiere? Será una maravillosa curiosidad en su cuarto de estar. Es
francamente espectacular si apaga las luces.
—No quiero que se forme una idea equivocada —dice Joe—, pero me resulta difícil
tragar esta bola. ¿Puede demostrar que es el universo verdadero?
El anciano suspira.
—Naturalmente —dice—. Basta con que me mire los ojos.
—Bueno —dice Joe, y empieza a retroceder.
—Mire —repite el viejo.
Y Joe, simplemente para darle gusto, observa los curiosos ojos anaranjados del viejo
chiflado, y de repente comprende, comprende —pero no le pidan que explique cómo—
que el anciano está diciéndole la verdad.
—¡Cristo! —exclama Joe—. ¡Vaya antepasados que tiene!
El viejo tipo ofrece una sonrisa a modo de excusa y se encoge de hombros.
—Pero, como puede ver, yo he topado con tiempos difíciles
Joe vuelve a mirar el huevo.
—Cristo —murmura—, el verdadero universo —Luego le asalta un pensamiento—.
Eh, ¿cuánto quiere por esto?

El anciano medita.
—¿Qué le parece un dólar y medio? —pregunta,
Joe menea la cabeza y, con aire de tristeza, deja el huevo en la mesa.
—Lo que pensaba —comenta—, demasiado. ¿Qué otras cosas tiene?
DEL TIEMPO Y LA TERCERA AVENIDA
Alfred Bester
¿Por qué solía haber tantos bares en la Tercera Avenida de Nueva York con nombres
como Reilly's, Kelly's, Teague's, O'Rourke's? La pregunta y la irónica respuesta («¿Por
qué beben los irlandeses? Para tener algo que hacer mientras se están emborrachando»)
fueron probablemente inventadas por uno de ellos basándose en el principio (observado
por el doctor Johnson) de que los irlandeses son «personas muy correctas que nunca
hablan bien unas de otras». El educado señor Bester, sin embargo, evita ese tipo de
descripciones realistas, aunque paradójicamente el escenario de este relato de la época
es uno de esos bares irlandeses de burlas y whisky, que prácticamente no son de ninguna
época en concreto y que antes eran tan característicos de la Tercera Avenida de
Manhattan como los edificios de ladrillos rojos donde estaban estos bares. Más de una
inyección de malta disfruté y o allí, a pesar de que yo, Dios lo sabe, no soy irlandés.
Bueno, voy a ahorrarles estos tiernos recuerdos Este pequeño cuento tiene realmente
una gran moraleja.
Alfred Bester nació en 1913 en Nueva York. Mientras estaba considerando, y al mismo
tiempo preparando, las carreras en derecho, música y biología molecular (entre otras), su
gran fascinación por los tintes vitales y los procesos vitales en la fisiología lo llevaron a
escribir su primera historia de ciencia ficción. Se vendió. Lo mismo pasó con otros cuentos
suyos, y con guiones para radio y televisión, y artículos para revistas Alfred Bester se
convirtió finalmente en el jefe de redacción de la revista Holiday, que todavía permanece
en nuestra memoria. Entre sus cuentos están el clásico Fondly Fahrenheit y The Men
Who Murdered Mohammed. Entre sus libros están: El hombre demolido, The Stars My
Destination, Tigre, Tigre, The Computer Connection, The Light Fantastic, Star Light, Star
Bright, Golem 100, The Deceivers y Starlight: Short Fiction. Alfred Bester vive en una
pequeña ciudad en el sudeste de Pennsylvania.

Lo que a Macy molestó del hombre fue el hecho de que rechinara. Macy no supo si
eran los zapatos, pero supuso que eran las ropas. En el reservado de su bar, bajo el
póster que preguntaba: ¿QUIÉN TEME HABLAR DE LA BATALLA DEL BOYNE?, Macy
inspeccionó al extraño. Era alto, delgado y muy elegante. A pesar de su juventud, era casi
calvo. Había pelusa en lo alto de su cabeza y sobre las cejas. Entonces el hombre buscó
el billetero en su chaqueta, y Macy lo comprendió. Eran sus ropas las que rechinaban.
—Vale, señor Macy —dijo el extraño, con tono silábico—. Muy bien. Por alquilar su
reservado, con utilización exclusiva durante un crono
—¿Un qué? —preguntó Macy, nervioso.
—Crono. ¿Palabra incorrecta? Oh, sí. Perdóneme. Una hora.
—Usted es extranjero —dijo Macy—. ¿Cuál es su nombre? Apuesto a que es ruso.
—No. Extranjero no —respondió el extraño, y sus ojos temerosos se pasearon por el
reservado—. Llámeme Boyne.
—¡Boyne! —repitió Macy, incrédulo.
—Sí, Boyne.
El señor Boyne abrió un billetero que parecía un acordeón, hizo correr sus dedos por
distintos billetes de colores y monedas, y luego sacó un billete de cien dólares. Lo
extendió a Macy y dijo:
—La tarifa de alquiler por una hora. Como acordamos. Cien dólares. Cójalos y váyase.
Empujado por la fuerza de la mirada de Boyne, Macy cogió el billete y retrocedió
bamboleante hacia la barra. Por encima del hombro, gorjeó:
—¿Qué quiere beber?
—¿Beber? ¿Alcohol? ¡Puf! —respondió Boyne.
Dio media vuelta y se precipitó hacia la cabina telefónica, buscó bajo la caja del
teléfono y localizó el cable conductor. De un bolsillo lateral sacó una pequeña caja
brillante y la enganchó en el cable, ocultándola a la vista. Luego levantó el receptor.
—Coordenadas 73-58-15 oeste —dijo con rapidez—. 40-45-20 norte. Dispersión sigma.
Parecéis espectros —Después de una pausa, continuó—: ¡Ya! ¡Ya! Transmisión clara.
Quiero una atracción de Knight. Oliver Wilson Knight. Probabilidad de cuatro cifras
significativas. ¿Tenéis las coordenadas? ¿99,9807? Vale. Sostened

Boyne sacó la cabeza de la cabina y espió hacia la puerta del bar. Esperó con acerada
concentración hasta que un joven y una hermosa muchacha entraron. Luego se volvió
hacia el teléfono.
—Probabilidad cumplida. Oliver Wilson Knight en contacto. Vale. Suerte.
Colgó el receptor, y cuando la pareja se dirigió hacia el reservado, él ya estaba sentado
bajo el póster.
El joven tenía unos veintiséis años, de estatura mediana, y tendencia a la obesidad. Su
traje estaba arrugado, su engomado cabello castaño estaba arrugado, y su rostro
amistoso estaba surcado de arrugas naturales. La chica tenía cabello negro, suaves ojos
azules y una diminuta sonrisa reservada. Caminaban muy juntos, y les gustaba rozarse
suavemente cuando pensaban que nadie les miraba. En ese momento se rozaron con el
señor Macy.
—Lo siento, señor Knight —dijo Macy—. Usted y la joven no podrán sentarse allí esta
tarde. El reservado ha sido alquilado.
Sus rostros se desmoronaron.
—Está bien, señor Macy —exclamó Boyne—. Todo correcto. Feliz de que el señor
Knight y su amiga sean mis invitados.
Knight y la chica se volvieron. Boyne sonrió y palmeó la silla junto a él.
—Sentaos —dijo—. Estoy encantado, os lo aseguro.
—Lamentamos parecer unos intrusos —dijo la joven—, pero éste es el único lugar de la
ciudad donde podemos encontrar una auténtica gaseosa de jengibre Stone.
—Comprendo la situación, señorita Clinton. —Y volviéndose hacia Macy dijo—: Traiga
las gaseosas y váyase. No hay más invitados. Estos son todos los que esperaba.
Knight y la joven miraron a Boyne con sorpresa mientras se sentaban con lentitud.
Knight colocó un paquete de libros envueltos en papel sobre la mesa.
—¿Me conoce usted, señor ? —dijo la chica, tomando aliento.
—Boyne. Como en Boyne, batalla del. Sí, claro. Usted es la señorita Clinton. Él es el
señor Oliver Wilson Knight. Alquilé este reservado para verles esta tarde.
—Supongo que está bromeando, ¿verdad? —preguntó Knight, y un débil rubor
apareció en sus mejillas.

—Gaseosa de jengibre —dijo Boyne amablemente cuando llegó Macy, depositó las
botellas y los vasos, y partió con rapidez.
—Usted no podía saber que íbamos a venir aquí —dijo Jane—. Nosotros mismos no lo
sabíamos , hasta hace unos minutos.
—Siento contradecirla, señorita Clinton. —Boyne sonrió—. La probabilidad de su
llegada a la longitud 73-58-15, latitud 40-45-20 era del 99,9807 por ciento. Nadie puede
escapar a cuatro cifras significativas.
—Oiga —comenzó Knight con enojo—, si ésta es su idea de —Por favor, beba su
refresco y escuche mi idea, señor Knight. —Boyne se inclinó sobre la mesa con galvánica
intensidad—. Esta hora ha sido dispuesta con gran dificultad y mucho costo. ¿Por quién?
No importa. Usted nos ha colocado en una posición extremadamente peligrosa. Me han
enviado para encontrar una solución. —¿Solución para qué? Jane trató de incorporarse.
—Yo , creo que es mejor irse
Boyne le indicó que se sentara, y ella obedeció como si fuera una niña. Entonces se
dirigió a Knight:
—Este mediodía entró usted en el establecimiento de J. D. Craig Co., vendedor de
libros. Usted adquirió, por medio de transferencia de moneda, cuatro libros. Tres carecen
de importancia, pero el cuarto —Palmeó enfáticamente el paquete—. Este es el quid de
este encuentro.
—¿De qué demonios está hablando? —exclamó Knight. —Un volumen encuadernado
consistente en una colección de hechos y estadísticas.
—¿El almanaque?
—El almanaque.
—¿Qué pasa con él?
—Usted intentó adquirir un almanaque de 1950.
—He comprado un almanaque de 1950.
—¡No lo hizo! —proclamó Boyne—. Usted compró un almanaque de 1990.
—¿Qué?
—El Almanaque Mundial de 1990 está en este paquete —dijo Boyne con claridad—. No
me pregunte cómo. Hubo un descuido que ya ha sido castigado. Ahora el error debe ser

corregido. Por eso estoy yo aquí. Por eso se dispuso este encuentro. ¿Entiende?
Knight se echó a reír y se estiró hacia el paquete. Boyne se inclinó sobre la mesa y le
cogió la muñeca.
—No lo debe abrir, señor Knight.
—De acuerdo. —Knight se recostó en su silla, hizo una mueca risueña a Jane y sorbió
su gaseosa—. ¿Cuál es el motivo de esta farsa?
—Debo tener el libro, señor Knight. Me gustaría salir de este bar con el almanaque bajo
el brazo.
—Le gustaría, ¿eh?
—Me gustaría.
—¿El almanaque de 1990?
—Sí.
—Si existe algo parecido a un almanaque de 1990 —dijo Knight—, y si está en este
paquete, ni todos los diablos juntos podrían quitármelo.
—¿Por qué, señor Knight?
—No sea idiota. ¿Una mirada al futuro? Las noticias del mercado de valores , las
carreras de caballos , la política. Es dinero en efectivo. Seré rico.
—Sí, en efecto —asintió Boyne—. Más que rico. Omnipotente. Una mente pequeña
utilizaría el Almanaque del Futuro sólo para cosas pequeñas. Apostar a los resultados en
el deporte y en las elecciones. Y en otras cosas. Pero un intelecto de dimensiones , su
intelecto , no se detendría ahí.
—Si usted lo dice —sonrió Knight.
—Deducción. Inducción. Conclusión. —Boyne remarcó los puntos con los dedos—.
Cada hecho le explicaría una historia completa. La inversión estatal real, por ejemplo
Qué tierras comprar y vender. Los informes de los cambios de población y los censos se
lo dirían. Los transportes. La lista de desastres marítimos y descarrilamientos de trenes le
indicarían hasta qué punto el transporte a reacción ha reemplazado al tren y al barco.
—¿Lo ha hecho? —rió Knight entre dientes.
—Los informes de los vuelos le indicarían qué mercancías debería comprar. Las listas
de tráfico postal le indicarían las ciudades del futuro. Los ganadores del premio Nóbel le

dirían qué científicos y qué nuevas invenciones vigilar. Los presupuestos armamentísticos
le indicarían qué fábricas y qué industrias controlar. Los informes del costo de vida le
dirían cómo proteger sus bienes contra la inflación o la deflación. La cotización de las
divisas extranjeras, las quiebras bancarias y el índice de las compañías de seguros le
suministrarían la clave para protegerse contra cualquier desastre.
—Ésa es la idea —dijo Knight—. Eso me interesa.
—¿Realmente lo cree así?
—Sé que es así. Dinero en mi bolsillo. El mundo en mi bolsillo.
—Perdone —dijo Boyne vivamente—, pero usted se limita a repetir los sueños de la
niñez. Quiere una fortuna. Sí. Pero sólo con esfuerzo , con su propio esfuerzo. No hay
felicidad en un regalo que no se ha ganado. No da más que culpa y desdicha. Usted ya es
consciente de eso ahora.
—No estoy de acuerdo —dijo Knight.
—¿No lo está? ¿Entonces por qué trabaja? ¿Por qué no roba? ¿Estafa? ¿Por qué no
quita a los otros su dinero para llenar sus propios bolsillos?
—Pero yo —comenzó Knight, y luego se detuvo.
—El punto ha sido bien planteado, ¿eh? —Boyne hizo un gesto impaciente con la
mano—. No, señor Knight. Busque un argumento maduro. Usted es demasiado ambicioso
y sano para conseguir el éxito mediante el robo.
—En tal caso, me gustaría saber si voy a tener éxito.
—Sí. Correcto. Usted desea hojear las páginas para buscar su nombre. Quiere tener un
seguro. ¿Por qué? ¿No confía en sí mismo? Es un prometedor abogado. Sí, lo sé. Forma
parte de mi información. ¿No tiene la señorita Clinton confianza en usted?
—Sí —dijo Jane en voz alta—. El no necesita la confianza que un libro pueda darle.
—¿Qué más, señor Knight?
Knight vaciló, serenándose ante la abrumadora intensidad del rostro de Boyne. Luego
dijo:
—Seguridad.
—Eso no existe. La vida es peligro. Sólo podrá encontrar seguridad en la muerte.
—Usted ya sabe qué quiero decir —musitó Knight—. El conocimiento de la vida hace

posible una planificación. Está la bomba atómica.
Boyne asintió con rapidez.
—Es cierto. Hay una crisis. Pero yo estoy aquí. El mundo continuará. Yo soy la
garantía.
—Si le creo
—Y si no, ¿qué? —estalló Boyne—. Usted no necesita seguridad. Usted necesita valor.
—Y deslumbre a la pareja con una desdeñosa mirada—. Este es un país con una leyenda
de padres pioneros, de quienes se supone que usted adquirió el valor para afrontar las
dificultades. D. Boone, E. Alien, S. Houston, A. Lincoln, G. Washington y otros.
¿Correcto?
—Supongo que sí —murmuró Knight—. Eso es lo que nos decimos a nosotros mismos.
—¿Y dónde está ese valor en usted? ¡Puff! Es sólo cháchara. Lo desconocido le
asusta. El peligro no le impulsa a luchar, como ocurría con D. Crockett; sólo hace que
gimotee y busque la solución en este libro. ¿Correcto?
—Pero la bomba atómica
—Es un peligro. Sí. Uno de tantos. ¿Y qué? ¿Usted hace trampas al solamario?
—¿Solamario?
—Perdón. —Boyne reconsideró, haciendo chasquear los dedos con impaciencia ante la
interrupción de sus argumentos—. Es un juego con un solo participante, con cambios en
el reagrupamiento de las cartas. Olvidé cómo
—¡Oh! —La cara de Jane se iluminó—. El solitario.
—Vale. Solitario. Gracias, señorita Clinton. —Boyne giró la mirada hacia Knight—.
¿Usted hace trampas al solitario?
—Ocasionalmente.
—¿Le apetece ganar haciendo trampas?
—No como regla.
—Es tiste, ¿no? Aburrido. Tedioso. Cansado. Le es indiferente. Usted desea ganar
honestamente.
—Supongo que sí.
—Y supone que lo hará una vez haya echado un vistazo al libro. Toda su vida desearía

haber jugado honestamente el juego de la vida. Se avergonzaría de haber mirado. Se
arrepentiría. Recordaría completamente las declaraciones de nuestro profeta-filósofo
Trynbyll, quien resumió todo en una iluminada y escasa línea. «El futuro es Tekon», dijo
Trynbyll. Señor Knight, no haga trampas. Deje que le implore que me entregue el
almanaque.
—¿Por qué no me lo quita?
—Debe ser un obsequio. No podemos robar nada. No podemos darle nada.
—Eso es mentira. Usted ha pagado a Macy para alquilar el reservado.
—Se ha pagado a Macy, pero no le doy nada. Él pensará que ha sido estafado, pero
usted no dejará que sea así. Todo se ajustará sin dislocamientos.
—Oiga
—Todo ha sido cuidadosamente planificado. He apostado por usted, señor Knight.
Ahora depende de su buen sentido. Entrégueme el almanaque. Me disolveré
reorientado , y nunca volverá a verme de nuevo. ¡Sinvergüenza! Será una bonita historia
de bar para narrar a los amigos. ¡Deme ese almanaque!
—¡Corte el rollo! —dijo Knight—. Esto es una farsa, ¿no se acuerda? Yo
—¿Lo es? —interrumpió Boyne—. ¿Lo es? Míreme.
Durante casi un minuto, la joven pareja contempló la pálida cara blanca con sus ojos
espectrales. La semisonrisa abandonó los labios de Knight, y Jane se estremeció
involuntariamente. Hubo un escalofrío y desaliento en el reservado.
—¡Dios mío! —Knight miró con desamparo a Jane—. Esto no puede estar sucediendo.
Me lo está haciendo creer. ¿Tú?
Jane asintió con brusquedad.
—¿Qué podemos hacer? Si todo lo que dice es verdad, podemos rehusar y ser felices
para siempre.
—No —dijo Jane, con voz entrecortada—. En ese libro puede haber dinero y éxito, pero
también separación y muerte. Dale el almanaque.
—Cójalo —dijo Knight débilmente.
Boyne se incorporó en seguida. Cogió el paquete y se dirigió a la cabina telefónica.
Cuando salió tenía tres libros en una mano y un pequeño envoltorio hecho con el papel

del paquete en la otra. Colocó los libros sobre la mesa y se detuvo por un momento,
sosteniendo el envoltorio y sonriendo.
—Mi gratitud —dijo—. Ustedes han mitigado una situación precaria. Sería agradable
que recibieran algo a cambio. Tenemos prohibido transferir algo que pueda desviar las
corrientes de los fenómenos existentes, pero al menos les daré un recuerdo del futuro.
Retrocedió, se inclinó exageradamente y dijo:
—A vuestro servicio.
Luego se volvió y empezó a salir del bar.
—¡Eh! —llamó Knight—. ¿Y el recuerdo?
—Macy lo tiene —respondió Boyne, y desapareció.
La pareja se quedó algunos instantes en blanco, como durmientes que se despiertan
lentamente. Luego, mientras la realidad empezaba a retornar, se contemplaron uno al otro
y estallaron en risas.
—Realmente me ha asustado —dijo Jane.
—Y luego hablan de los personajes de la Tercera Avenida. ¡Qué actuación! Pero ¿qué
ha ganado con todo esto?
—Bien , tiene tu almanaque.
—Pero eso no tiene sentido. —Knight comenzó a reír otra vez—. Todo ese asunto de
pagar a Macy sin darle nada. Y se supone que yo procuraré que no le estafen. Y el
misterio del recuerdo del futuro
La puerta del bar se abrió con brusquedad y Macy cruzó el salón hacia el reservado.
—¿Dónde está ése? —vociferó Macy—. ¿Dónde está el ladrón? Boyne, se llama.
Aunque debería llamarse Dillinger.
—¿Por qué, señor Macy? —exclamó Jane—. ¿Qué ocurre?
—¿Dónde está ése? —Macy aporreó la puerta del lavabo de hombres—. ¡Sal de ahí,
cuentista!
—Se ha ido —dijo Knight—. Salió justo antes de que usted entrara.
—¡Y usted, señor Knight! —Macy apuntó con un dedo tembloroso al joven abogado—.
Usted, ponerse junto a ladrones y estafadores. ¡Debería darle vergüenza!
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Knight.

—Me dio un billete de cien dólares para alquilar este reservado. —Macy dio un gemido
de angustia—. Cien dólares. Llevé el billete a Bernie, el prestamista, por precaución, y me
ha dicho que es falso. Es una falsificación.
—Oh, no —Jane rió—. Es demasiado. ¿Una falsificación?
—Mirad —gritó Macy, arrojando el billete sobre la mesa.
Knight lo inspeccionó cuidadosamente. De pronto, palideció y la sonrisa se desvaneció
en su rostro. Buscó en sus bolsillos, extrajo un talonario y comenzó a escribir con dedos
temblorosos.
—¿Qué demonios estás haciendo? —preguntó Jane.
—Asegurarme de que no se estafe al señor Macy —dijo Knight—. Tendrá sus cien
dólares, señor Macy.
—¡Oliver! ¿Estás loco? Desprenderte de cien dólares
—Yo tampoco perderé nada —respondió Knight—. ¡Todo se ajustará sin
dislocamientos! Son diabólicos. ¡Diabólicos!
—No comprendo.
—Mira ese billete —dijo Knight, con voz temblorosa—. Míralo con detalle.
Estaba bellamente impreso y, en apariencia, era auténtico. Los bondadosos rasgos de
Benjamín Franklin les contemplaban reales y apacibles; pero en la parte inferior de la
esquina derecha habían impreso: Serie 1980 D. Y abajo estaba firmado: Oliver Wilson
Knight, ministro de Hacienda.
CADA CUAL SU BOTELLA
John Collier
Lean cualquier cosa de John Collier que caiga en sus manos. Este autor pastó en
muchos floridos prados y retozó en muchos pequeños valles cubiertos de helechos.
Durante años, más tarde, la gente solía preguntarse: «¿Qué ha sido de John Collier?».
Me pregunto qué se habrá hecho de él desde que nos dio el esquinazo. «¿Ha muerto
John Collier?», preguntaba la gente, casi temiendo la respuesta. Y un día, por fin
(finalmente por fin), llegó la noticia. El difunto John Collier no había estado muerto todo
ese tiempo. Había estado en Hollywood. Cada cual su botella, escrito antes de que nos
diera el esquinazo, puede muy bien no ser solamente el último relato de esta especie. Es

probablemente el relato fundamental.
John Collier nació en Londres en 1901. Poeta publicado, el señor Collier gozó de más
fama como autor de las novelas Defy the Foul Fiend, His Monkey Wife y The Poacher y la
colección de cuentos Fancies and Goodnights. Trabajó en guiones cinematográficos como
los de La reina de África (protagonizada por Katharine Hepburn y Humphrey Bogart),
Deception (Bette Davis) y El señor de la guerra (Charlton Heston). John Collier falleció en
California en 1980.
Franklin Fletcher soñaba en el lujo en forma de pieles de tigre y mujeres hermosas. En
caso necesario estaba dispuesto a prescindir de las pieles de tigre. Por desgracia, las
mujeres hermosas parecían igualmente raras e inaccesibles. En su despacho y en la
pensión donde se alojaba, las chicas eran ratones, o gatunas, o coquetonas, o habían
leído insuficientemente los anuncios. Franklin no conocía otras. A los treinta y cinco años
renunció, y decidió que debía consolarse con un hobby, que es un muy miserable
segundo premio.
Merodeó por raros rincones de la ciudad, observó los escaparates de anticuarios y
quincalleros, se preguntó qué demonios podía coleccionar. Llegó a una pobre tienda, de
un pobre callejón, en cuyo polvoriento escaparate había un solo objeto: un barco de
aparejo complejo metido en una botella. Sintiéndose más bien así él mismo, Franklin
decidió entrar y preguntar el precio.
La tienda era pequeña y estaba medio vacía. Viejas estanterías se alineaban en las
paredes, y estas estanterías tenían una gran cantidad de botellas, de todos tipos y
tamaños, que contenían diversos objetos únicamente interesantes porque estaban
embotellados. Mientras Franklin continuaba mirando, se abrió una puertecilla y por ella
salió el propietario arrastrando los pies, un acartonado anciano con un elegante sombrero
que parecía moderadamente sorprendido y complacido por tener un cliente.
Enseñó a Franklin ramilletes, aves del paraíso, la Batalla de Gettysburg, jardines
japoneses en miniatura e incluso una cabeza humana contraída, todo ello en botellas
tapadas.
—¿Y qué son esas cosas —preguntó Frank—, las del estante de abajo?
—Ahí no hay mucho que mirar —dijo el anciano—. Mucha gente opina que son cosas

absurdas. Personalmente, me gustan.
Sacó algunas muestras de la polvorienta oscuridad. Una botella parecía no contener
nada aparte de una reseca mosca, otras contenían quizá cerdas de caballo o pajas, o
meros manojos del cielo sabe qué. Algunas botellas parecían estar llenas de opalescente
humo.
—Son —explicó el anciano— diversos tipos de genios, jinns, sibilas, demonios y cosas
por el estilo. Algunos, creo, es muy difícil meterlos en una botella, más difícil que meter un
barco con todo su aparejo.
—¡Oh, vamos! ¡Esto es Nueva York! —dijo Frank.
—Tanto mayor motivo para esperar que haya embotellados los más extraordinarios
genios —dijo el anciano—. Se lo enseñaré. Aguarde un momento. El tapón está un poco
duro.
—¿Pretende decir que hay uno ahí dentro? —repuso Frank—. ¿Y va a soltarlo?
—¿Por qué no? —replicó el viejo, que había desistido de sus esfuerzos y sostenía la
botella junto a la luz—. Este ¡Santo cielo! \Porque no, ciertamente! Mis ojos cada vez
están más débiles. Casi he destapado una botella que no debo destapar. ¡Un cliente muy
desagradable, ése! ¡Válgame Dios! Es una suerte que no haya sacado ese tapón. Será
mejor que lo vuelva a poner en el estante. Debo recordar que está abajo a la derecha. Le
pondré una etiqueta uno de estos días. Aquí tengo algo más inofensivo.
—¿Qué hay dentro? —preguntó Frank.
—Se supone que es la mujer más bella del mundo —dijo el viejo—. Está muy bien, si
es que le gusta esa clase de cosas. Yo nunca me he molestado en destaparla. Buscaré
algo más interesante.
—Bueno, desde un punto de vista científico —dijo Frank—, yo
—La ciencia no es todo —dijo el anciano—. Mire esto. —Levantó una botella que
contenía un objeto minúsculo, momificado, con aspecto de insecto, apenas visible entre el
mugre—. Pegue la oreja a la botella.
Frank así lo hizo. Y pronunciadas con una especie de silbido nada similar a una voz,
escuchó las palabras:
—Louisiana Lad, Saratoga, cuatro con quince. Louisiana Lad, Saratoga, cuatro con

quince —repetía sin cesar la «voz».
—¿Qué diablos es eso? —preguntó Frank.
—Eso es la Sibila de Cumas original —contestó el viejo—. Muy interesante. Ella está
interesándose por las carreras de caballos.
—Muy interesante —dijo Frank—. De todas formas, me gustaría ver esa otra botella.
Adoro la belleza.
—Es un poco artista, ¿eh? —dijo el viejo—. Créame, lo que usted necesita en realidad
es un tipo bueno, de aptitudes variadas, serviciable. Aquí tengo uno, por ejemplo. Le
recomiendo a este personajillo por experiencia personal. Él es práctico. Puede resolverle
cualquier problema.
—Bueno, siendo así —dijo Frank—, ¿por qué no ha conseguido usted un palacio,
pieles de tigre y todo eso?
—Tuve todo eso —dijo el anciano—. Y él lo arregló. Sí, esta fue mi primera botella. El
resto llegó gracias a él. En primer lugar conseguí un palacio, cuadros, esculturas,
esclavos.
Y, como ha dicho usted, pieles de tigre. Le ordené que pusiera a Cleopatra en una de
ellas.
—¿Cómo era ella? —exclamó Frank.
—Estaba bien —repuso el anciano—, si es que le gusta ese tipo de cosas. Yo me
aburrí. Pensé, «Lo que me gustaría de verdad es una tiendecita, con toda clase de cosas
metidas en botellas». Y por eso le ordené que me complaciera. Él me consiguió la sibila.
Él me consiguió ese tipo feroz. De hecho, él me consiguió todo.
—¿Y ahora está él ahí dentro? —preguntó Frank.
—Sí. Está dentro —dijo el viejo—. Escúchelo.
Frank apretó la oreja a la botella. Y pronunciado en quejumbrosos tonos, oyó:
—Déjeme salir. Déjeme salir. Por favor, déjeme salir. Haré lo que sea. Déjeme salir.
Soy inofensivo. Por favor, déjeme salir. Sólo un ratito. Déjeme salir. Haré lo que sea. Por
favor
Frank miró al anciano.
—Él está ahí, sí—dijo—. Está ahí.

—Naturalmente que está ahí —dijo el viejo—. Yo no le vendería una botella vacía. ¿Por
quién me toma? De hecho, yo no vendería nunca esta botella, por razones sentimentales,
pero ya hace muchos años que tengo la tienda y usted es mi primer cliente.
Frank volvió a poner la oreja en la botella.
—Déjeme salir. Déjeme salir. Oh, por favor, déjeme salir. Haré
—¡Dios mío! —exclamó Frank, nervioso—. ¿Está así siempre?
—Muy probablemente —dijo el anciano—. No puedo decir que yo presto atención.
Prefiero la radio.
—Parece más bien duro para él —dijo comprensivamente Frank.
—Tal vez —repuso el viejo—. A la gente no parece gustarle las botellas. A mí, sí. Me
fascinan. Por ejemplo
—Dígame —le interrumpió Frank—, ¿es él realmente inofensivo?
—Oh, sí —contestó el anciano—. Válgame Dios, sí. Hay quien dice que esa gente es
engañosa , sangre oriental y todo eso Pero no opino igual. Solía dejarlo salir. Él hacía
sus cosas y volvía a la botella. Debo decirlo, es muy eficiente.
—¿Podría conseguirme cualquier cosa?
—Absolutamente cualquier cosa.
—¿Y cuánto quiere por él? —preguntó Frank.
—Oh, no lo sé —dijo el anciano—. Diez millones de dólares, tal vez.
—¡Caramba! No tengo tanto. De todas formas, si él es tan bueno con usted afirma,
quizá consiga el dinero mediante un préstamo.
—No se preocupe. Digamos que cinco dólares está bien. Tengo todo cuanto quiero,
esa es la verdad. ¿Se lo envuelvo?
Frank pagó los cinco dólares y se apresuró a volver a casa con la preciosa botella,
aterrorizado, temiendo que se rompiera. En cuanto estuvo en su habitación quitó el tapón.
Del interior fluyó una prodigiosa cantidad de sucio humo, que de inmediato se solidificó
hasta formar la figura de un grueso y rollizo oriental de dos metros de altura, con bultos de
grasa, nariz ganchuda, un blanco perverso en sus ojos, enorme mentón partido: en
conjunto igual que un productor cinematográfico, pero más voluminoso. Frank, haciendo
desesperados esfuerzos por decir algo, pidió shashlik, pinchos morunos y pastas turcas.

Todo llegó al momento.
Frank, tras recobrar el equilibrio, notó que las modestas ofrendas eran de excelente
calidad, y que estaban dispuestas en platos de oro sólido, con soberbios grabados y
pulidos hasta alcanzar una deslumbrante brillantez. Gracias a pequeños detalles de este
tipo puede reconocerse a un criado de primera categoría. Frank estaba complacido, pero
refrenó su entusiasmo.
—Los platos de oro están muy bien -—dijo—. Pero vamos al grano. Me gustaría un
palacio.
—Oír es obedecer —dijo el moreno criado.
—Deberá ser de tamaño adecuado —continuó Frank—, con una situación adecuada,
muebles adecuados, cuadros adecuados, esculturas adecuadas, tapices y todo eso. Me
gustaría que hubiera allí un buen número de pieles de tigre. Soy muy aficionado a las
pieles de tigre.
—Allí estarán —dijo el esclavo.
—Soy un poco artista —añadió Frank—, como observó tu antiguo amo. Mi arte, por así
decirlo, exige la presencia, sobre esas pieles de tigre, de varias mujeres jóvenes, rubias,
morenas, pequeñas y bien proporcionadas, con una figura digna de Juno, lánguidas,
vivaces, todas hermosas, y no es preciso que vayan excesivamente vestidas. Odio el
exceso de ropa. Es vulgar. ¿Tienes eso?
—Lo tengo —dijo el jinn.
—Entonces quiero tenerlo yo —dijo Frank.
—Condesciende sólo en cerrar tus ojos durante el lapsus de un minuto —solicitó el
siervo—, y al abrirlos te encontrarás rodeado por los agradables objetos que has descrito.
—De acuerdo —dijo Frank—. ¡Pero ningún truco, cuidado!
Cerró los ojos tal como le habían pedido. Un sonido grave, un silbido, un zumbido
musical brotó y le envolvió. Al final del minuto Frank miró a su alrededor. Allí estaban los
arcos, columnas, estatuas, tapices, etc., del palacio más exquisito imaginable, y en todas
partes hacia donde dirigió la mirada vio una piel de tigre, y sobre cada piel de tigre había
una joven reclinada, de soberbia belleza y ciertamente sin vulgar exceso de ropa.
Nuestro buen Frank quedó, para expresarlo suavemente, extasiado. Fue corriendo de

un lado a otro igual que una abeja en una floristería. En todas partes fue recibido con
dulces sonrisas indescriptibles, y con miradas de franca o velada simpatía. Sonrojos y
párpados caídos. La llameante faz del ardor. Un hombro vuelto, pero en absoluto un
hombro frío. Brazos abiertos, ¡y qué brazos! Amor disimulado, pero en vano. Amor
triunfante.
—Debo afirmar —dijo Frank posteriormente— que he pasado una tarde realmente
deliciosa. He disfrutado de cabo a rabo.
—En ese caso —dijo el jinn, que en ese momento estaba sirviendo la cena—, ¿puedo
implorar el favor de que se me permita ser su mayordomo, y el responsable general de
sus placeres, en lugar de volver a esa abominable botella?
—No veo por qué no —contestó Frank—. Parece bastante duro que, después de haber
dispuesto todo esto, vuelvas a estar apretujado en la botella. Muy bien, serás mi
mayordomo, pero entiende esto: sea cual sea el trato, deseo que nunca entres en una
habitación sin llamar primero. Y sobre todo, ninguna jugarreta.
El jinn, tras una zalamera sonrisa de gratitud, se retiró y Frank no tardó en retirarse a
su harén, donde pasó la noche tan agradablemente como había pasado la tarde.
Transcurrieron varias semanas totalmente repletas de estos amenos pasatiempos,
hasta que Frank, en obediencia a la ley que ni siquiera los jinns más eficaces pueden
ignorar, empezó a sentirse cada vez más raro, un poco hastiado, un poco inclinado a
criticar y señalar errores.
—Estas criaturas son jóvenes y bonitas —le dijo a su jinn—, si a uno le gusta ese tipo
de cosas, pero supongo que difícilmente pueden ser de primera clase, o yo estaría más
interesado por ellas. Yo, bien mirado, soy un experto. Nada puede complacerme salvo lo
mejor. Llévatelas. Recoge todas las pieles de tigre excepto una.
—Así se hará—dijo el jinn—. Observa, está hecho.
—Y en esa piel de tigre restante —dijo Frank—, ponme a la misma Cleopatra.
Un instante después, Cleopatra estaba allí, con un aspecto, hay que admitirlo,
absolutamente soberbio.
—¡Hola! —dijo ella—. ¡Aquí estoy, otra vez en una piel de tigre!
—¿Otra vez? —gritó Frank, que de pronto recordó al viejo de la tienda—. ¡Venga!

Llévatela. Tráeme a Helena de Troya.
Un instante después, Helena de Troya estaba allí.
—¡Hola! —dijo ella—. ¡Aquí estoy, otra vez en una piel de tigre!
—¿Otra vez? —gritó Frank—. ¡Maldito sea aquel viejo! Llévatela. Tráeme a la reina
Ginebra.
Ginebra dijo exactamente lo mismo. Igual que madame de Pompadour, lady Hamilton y
el resto de famosas bellezas que Frank logró imaginar.
—No me extraña que ese viejo fuera un viejo tan enormemente arrugado —comentó—.
¡Viejo vicioso! ¡Viejo demonio! Se ha llevado la plata de toda la cubertería. Llámame
celoso si quieres, pero yo no pienso desempeñar un papel secundario al lado de ese
bribón, de ese viejo asqueroso. ¿Dónde puedo encontrar una criatura perfecta, digna de
los abrazos de un hombre tan experto como yo?
—Si se digna en dejar ese problema en mis manos —dijo el jinn—, permítame
recordarle que en aquella tienda había una botellita que mi anterior amo nunca había
abierto, porque yo se la proporcioné cuando él había perdido el interés en asuntos de esta
clase. Sin embargo, esa botella es famosa por contener a la mujer más bella del mundo
entero.
—¡Tienes razón! —exclamó Frank—. Consígueme esa botella sin demora.
Al cabo de unos segundos la botella estaba ante él.
—Puedes tomarte la tarde libre —dijo Frank al jinn.
—Gracias —repuso el jinn—. Iré a ver a mi familia de Arabia. No la he visto desde hace
mucho tiempo.
Y dicho esto hizo una reverencia y se fue. Frank centró su atención en la botella, que
no tardó mucho en abrir.
De ella surgió la mujer más hermosa que puede imaginarse. Cleopatra y las demás
eran brujas desaliñadas comparadas con ella.
—¿Dónde estoy? —preguntó la bella—. ¿Qué palacio tan hermoso es éste? ¿Qué
hago en una piel de tigre? ¿Quién es este apuesto y joven príncipe?
—¡Soy yo! —exclamó Frank, embelesado—. ¡Soy yo!
La tarde pasó igual que un instante en el paraíso. Antes de que Frank se diera cuenta,

el jinn había vuelto, dispuesto a servir la cena. Frank tenía que cenar con su encantadora
amiga, porque esta vez se trataba de amor, el auténtico amor. Los maliciosos ojos del
jinn, que entró con las viandas, se desorbitaron al contemplar tanta belleza.
Sucedió que Frank, todo él amor y desasosiego, salió corriendo al jardín entre bocado y
bocado, para coger una rosa para su amada. El jinn, con el pretexto de servir vino a la
bella, se puso muy cerca de la mujer.
—No sé si me recuerdas —dijo en un susurro—. Yo estaba en la botella más próxima a
la tuya. A menudo te admiraba a través del vidrio.
—Oh, sí—dijo ella—. Te recuerdo perfectamente.
En ese momento volvió Frank. El jinn no podía seguir hablando, pero fue de un lado a
otro de la sala, inflando su monstruoso pecho y haciendo gala de sus rollizos y morenos
músculos.
—No debes temerle —dijo Frank—. Sólo es un jinn. No le prestes atención. Dime que
me amas de verdad.
—Naturalmente que sí—dijo ella.
—Bueno, dilo—repuso Frank—. ¿Por qué no lo dices?
—Lo he dicho —contestó ella—. Naturalmente que sí. ¿No acabo de decirlo?
Esta vaga y evasiva réplica oscureció la felicidad de Frank, como si una nube hubiera
tapado el sol. La duda brotó en su mente y destrozó por completo momentos de exquisito
embeleso.
—¿En quién estás pensando? —preguntó Frank.
—No lo sé —replicó ella.
—Bien, tendrías que saberlo —afirmó él, y empezó una discusión.
En un par de ocasiones Frank incluso ordenó a la bella que volviera a la botella. Ella
obedeció con una sonrisa maliciosa y reservada.
—¿Por qué sonríe de esa forma? —le preguntó Frank al jinn, confiándole su angustia.
—No puedo asegurarlo —replicó el jinn—. A menos que ella tenga un amante oculto
ahí dentro
—¿Será posible? —exclamó Frank, consternado.
—Es sorprendente cuánto espacio hay en una de esas botellas —dijo el jinn.

—¡Sal! —gritó Frank—. ¡Sal ahora mismo!
Su encantadora amiga surgió obediente.
—¿Hay alguien más en esa botella? —chilló Frank.
—¿Cómo iba a haber alguien? —preguntó ella, con una mirada de inocencia más bien
exagerada.
—Dame una respuesta clara —dijo él—. Responde sí o no.
—Sí o no —replicó ella enloquecedoramente.
—¡Embustera, estás engañándome, ramera de poca monta! —exclamó Frank—.
Entraré ahí dentro y lo averiguaré personalmente. Si encuentro a otro hombre, ¡que Dios
os ayude a los dos!
Dicho esto, y mediante un intenso esfuerzo de voluntad, Frank entró fluidamente en la
botella. Miró por todas partes: no había nadie. De repente escuchó un sonido en lo alto.
Levantó los ojos, y el tapón estaba introduciéndose.
—¿Qué estáis haciendo? —gritó Frank.
—Estamos poniendo el tapón —contestó el jinn.
Frank maldijo, suplicó, rogó e imploró.
—¡Déjame salir! —chilló—. Déjame salir. Por favor, déjame salir. Déjame salir. Haré lo
que sea. Déjame salir, déjame.
El jinn, no obstante, tenía otros asuntos que atender. Frank sufrió la infinita
mortificación de contemplar esos otros asuntos a través de las cristalinas paredes de su
prisión. Al día siguiente notó que ascendía, que surcaba el aire velozmente y que le
depositaban en la sucia tiendecilla, con las demás botellas, sin que nadie hubiera
descubierto la falta de la suya.
Allí permaneció un interminable período, cubierto de polvo de pies a cabeza y frenético
y rabioso al pensar lo que estaría pasando en su exquisito palacio entre su jinn y su infiel
amada. Finalmente, un grupo de marineros llegó por casualidad a la tienda y, al oír que
aquella botella contenía a la mujer más bella del mundo, la compraron mediante
suscripción colectiva de la tripulación. Al destapar la botella en alta mar y descubrir que
allí sólo estaba el pobre Frank, su desengaño no conoció límites y usaron al desgraciado
con extrema atrocidad.

TAL COMO ESTÁ
Robert Silverberg
No con todo el mundo puede hablarse de las diversas ediciones de The Periplus of the
Erythraen Sea, o de las de Letter From Préster John, o del grito de la cuaga, como ocurre
con Roben Silverberg. No obstante, si bien contribuye tener cierta erudición para gozar
con Tal como está, la cosa no exige tanto. Ahorraré a los lectores más que un simple
codazo en las costillas respecto a «los largos amoríos norteamericanos con el automóvil»,
y acto seguido les aconsejaré, como hacían los alquimistas, Lege, lege/ Leed, leed
Si bien es cierto que Robert Silverberg ha escrito varios cientos de libros e
innumerables relatos cortos, el autor se limita a decir: «Neoyorquino de nacimiento, me
trasladé a California hace bastante tiempo. Llevo escribiendo c-f (interrumpimos aquí a
Silverberg para decir que, como ven, casi todos los autores escriben esto de forma
distinta; ¿tiene ello alguna importancia?). Llevo escribiendo c-f treinta años y he publicado
bastante de ese material. (Ha publicado bastante de otras cosas, además.) Entre mis
libros más famosos están Dying Inside, El castillo de lord Valentine, The Books of Skulls y
Alas nocturnas. Varios premios Hugo y Nébula, etc.». Un premio especial, diría yo, es un
párrafo que leí en un periódico que empezaba así: «El historiador norteamericano Robert
Silverberg ».
—Tal como está —dijo el vendedor de coches mientras metía los pulgares bajo el
cinturón—, doscientos cincuenta dólares y puede llevárselo. No le digo que sea perfecto,
pero se lo aseguro, conseguirá todo un coche por ese precio.
—Tal como está—dijo Sam Norton.
—Tal como está. Estrictamente tal como está.
Norton parecía un poco dudoso.
—Es posible que corra bien, pero con un maletero que no se abre
—¿Y eso qué? —se mofó el vendedor—. Acaba de explicarme que va a alquilar un U-
Haul para llevar sus cosas a California. ¿Para qué necesita un maletero? Escuche,
cuando llegue a la costa y tenga un rato libre, lleve el coche a un garaje, explique la
historia y es posible que con cinco minutos de soplete
—¿Por qué no ha hecho eso usted mientras tenía el coche en venta?

El vendedor adoptó un aire evasivo.
—No tenemos tiempo para detalles de esa clase.
Norton olvidó el problema. Paseó otra vez alrededor del automóvil, lo examinó
atentamente desde todos los ángulos. Era un pequeño sedán de cuatro puertas, color
verde oscuro, con un acabado interior y exterior en buen estado, un decente juego de
llantas y un fulgor general que sólo se presenta cuando un coche está bien cuidado. El
tapizado era respetable, la radio funcionaba bien, el motor (hasta donde Sam podía
juzgar) estaba perfectamente, y en la prueba el vehículo se había mostrado suave y fácil.
El coche parecía ser un modelo razonablemente moderno, además; poseía cinturones de
seguridad y faros de emergencia.
Sólo había un pequeño detalle anormal. El maletero no se abría. No era tampoco
problema de una cerradura atascada; alguien había construido aquel coche de forma que
el maletero no se pudiera abrir. El propietario anterior, al parecer, lo había soldado con
gran cuidado; nada era visible allí, aparte de una tenue línea que señalaba el lugar donde
la tapa podía haberse abierto en otros tiempos.
Pero qué diablos. El automóvil estaba por lo demás en perfecto estado, y Sam no se
encontraba en situación de mostrarse demasiado exigente. De la noche a la mañana,
prácticamente, le habían trasladado a la oficina de Los Ángeles, cosa que estaba muy
bien desde el punto de vista de salir de Nueva York en medio de un horrible invierno, pero
no tan bien tal como iban sus finanzas inmediatas. La compañía no pagaba gastos de
traslado, sólo el transporte. Había entregado a Sam cuatro billetes de ida clase turista, y
punto. De forma que había metido a Ellen y a los chicos en el primero avión hacia Los
Ángeles, devolviendo el cuarto billete para usar el dinero en el traslado. Sam pensaba
hacerlo de un modo lento pero barato: alquilando un remolque U-Haul para meter las
pertenencias familiares y partir hacia California por la autopista con la esperanza de que
Ellen hubiera encontrado un piso cuando él llegara allí. Pero no podía esperar que el
cacharro que era su coche actual le llevara muy lejos al oeste de Parsip-pany (New
Jersey) y mucho menos que le permitiera cruzar el desierto del Mojave. Y por eso estaba
allí, tratando de elegir un modelo usado decente por unos quinientos dólares, que era todo
lo que podía permitirse pagar al contado.

Y allí estaba el encargado del puesto de automóviles usados, ofreciéndole un vehículo
muy atrayente (con un solo y peculiar defecto) únicamente por doscientos cincuenta
dólares, con lo que le quedaría la misma cantidad disponible para los gastos del trayecto
de costa a costa. Y en realidad él no necesitaba un maletero, porque iba a conducir solo.
Podía dejar el maletín en el asiento trasero y meter lo demás en el remolque. Y tampoco
sería tan difícil pedir a algún mecánico de Los Ángeles que abriera el maletero y lo dejara
en condiciones aprovechables. Por otra parte, Ellen le reprendería seguramente por haber
comprado un coche sin maletero; ella ya le había abroncado antes por otros «negocios»
de esa clase. En tercer lugar, el misterio del maletero cerrado le preocupaba. ¿Quién
sabía qué encontraría allí cuando lo abriera? Quizás el vehículo había pertenecido a un
contrabandista que tuvo que ocultar un cargamento precipitadamente, y el maletero podía
estar repleto de maravillosos lingotes de oro, o diamantes, o coñac de noventa años, que
el contrabandista pensaba recobrar semanas más tarde antes de que le ocurriera algo
inesperado. En cuarto lugar
—¿Qué le parecería volver a probar el coche? —preguntó el vendedor.
Norton meneó la cabeza.
—No creo que sea preciso. Tengo una buena idea de cómo se porta.
—Bueno, entonces, entremos en el despacho y cerremos el trato.
—¿De qué año me ha dicho que era? —preguntó Norton para eludir la maniobra.
—Oh, del sesenta y cuatro o sesenta y cinco.
—¿No está seguro?
—A veces es imposible estarlo con estos productos extranjeros. Mire, no cambian el
modelo durante cinco, seis o diez años seguidos, excepto pequeños detalles que sólo un
experto notaría. Piense en Volkswagen, por ejemplo
—Y acabo de darme cuenta de que tampoco me ha dicho la marca—le interrumpió
Norton.
—Peugeot, tal vez, o algún modelo Fiat —dijo vagamente el vendedor—. Una de esas
marcas.
—¿No lo sabe?
Un encogimiento de hombros.

—Bueno, repasamos los catálogos de marcas de hace algunos años, pero hay tantos
coches extranjeros , y de algunos sólo importan unos cuantos miles y Bueno, no
conseguimos averiguarlo.
Norton se preguntó cómo iba a conseguir piezas de recambio para un coche de marca
desconocida y fecha incierta. Entonces se dio cuenta de que estaba pensando en el
vehículo como si ya fuera suyo, a pesar de que cuanto más pensaba en la compra, menos
le gustaba. Y luego pensó en los lingotes del maletero. El coñac excepcional. La maleta
llena de rubíes y zafiros.
—¿No debería decir el registro algo sobre el año y la marca? —preguntó.
El vendedor cargó su peso sucesivamente sobre ambos pies.
—La verdad es que no tenemos el registro. Pero el vehículo está perfectamente
legalizado. Eh, mire, me gustaría sacar este coche del garaje, así que podemos dejarlo
por doscientos veinticinco dólares, ¿de acuerdo?
—Todo esto parece muy misterioso. De todas formas, ¿cómo consiguió el coche?
—Lo trajo un tipejo, hace un año. Hizo un año en noviembre, creo. Repase las válvulas,
me dijo. Volveré dentro de un mes, tengo que hacer un viaje de negocios. Pagó por
adelantado la revisión y un mes de garaje. ¿Creerá que fue lo último que supimos de él?
Bueno, le guardamos el coche aquí diez, once meses, pero se acabó. Ahora tenemos que
sacarlo de aquí. El abogado dice que podemos quedarnos con él a cambio de los gastos
de garaje.
—Si lo compro, ¿me dará un papel diciendo que tienen ustedes derecho a venderlo?
—Claro, claro.
—¿Y qué me dice del registro? Habrá que cambiar el seguro de mi antiguo cacharro.
¿Y el papeleo?
—Yo me ocuparé de todo —dijo el vendedor—. Usted llévese el coche de aquí.
—Doscientos —dijo Norton—. Tal como está.
El vendedor suspiró.
—Trato hecho. Tal como está.
Una suave nevada caía cuando Norton inició su hégira a través del país tres días más
tarde. Era un augurio, pero él no sabía de qué tipo. Decidió que la nieve sería su última

visión de un horrible fenómeno invernal que no volvería a ver, durante algún tiempo.
Según el Times, las temperaturas en Los Ángeles oscilaban entre los veintidós y los
veinticinco grados. No estaba mal para ser enero.
Norton se arrellanó ante el volante, apoyó el pie con suavidad en el acelerador y partió
hacia el oeste a una excelente y razonable velocidad de setenta kilómetros por hora. No
se atrevió a ir más de prisa con el voluminoso remolque detrás. No tenía mucha
experiencia en conducir de esa forma (era agente de ventas de ordenadores, y nunca
llevaba aparatos de muestra), pero se adaptó rápidamente. Sólo había que recordar que
el vehículo era un organismo segmentado y que debut serpentear en la debida forma.
Benditas fueran las autopistas, de todas formas. Simplemente conducir, en línea recta,
recto, recto, hacia la tierra del sol naciente con tan sólo algunas curvas suaves y media
docena de semáforos en el camino.
La nevada se intensificó un poco. Pero el coche respondió magníficamente, se adhirió
a la carretera, y el limpiaparabrisas mantuvo despejada la visión. Sam ni siquiera había
imaginado comprar un automóvil extranjero para el viaje, simplemente le había parecido
bien adquirir un sólido Plymouth, o un Chevvie, algo pesado y robusto que le permitiera
atravesar amplios espacios abiertos. Pero no se arrepentía de haber comprado un coche
más pequeño. Tenía la potencia y la arrancada necesaria, y de todas formas de poco le
habrían servido unos cuantos caballos más, con el remolque saltando detrás.
Sam estaba de un talante alegre, relajado. El coche parecía cómodo y protector, un
cálido ambiente cerrado que le acogería y cobijaría durante los miles de kilómetros que le
aguardaban. Aún se hallaba lo bastante cerca de Nueva York para oír a Mozart por radio,
cosa muy agradable. La calefacción del vehículo funcionaba bien. No había excesivo
tráfico. La nieve, recién caída, blanca y esponjosa, era tanto más hermosa sabiendo que
iba a quedar detrás. Sam incluso disfrutó con su soledad. Sería un descanso, en cieno
sentido, recorrer Ohio, Kansas, Colorado, Arizona y el resto de estados que le separaban
de Los Ángeles. Cinco o seis días de paz y tranquilidad, sin conversaciones triviales, sin
niños a los que divertir
El estado de ánimo de Sam empezó a oscurecerse poco después de entrar en la
autopista de Pennsylvania. Cuando se tiene tiempo suficiente para pensar, al final se

acaba pensando en cosas ya pensadas anteriormente. Y Sam, mientras rodaba esa gris y
silenciosa tarde por la capa de nieve cada vez más espesa, pensó en ciertos rasgos de un
coche sin maletero que había pasado por alto dada su prisa por ponerse en camino.
¿Tenía caja de herramientas, por ejemplo? En caso de que pinchara una rueda,
¿dispondría de gato, tendría alguna llave? Y esto le condujo a un pensamiento mucho
más gélido: ¿tendría alguna rueda de repuesto? Un maletero era más que una cavidad en
la parte de atrás; en la mayoría de automóviles contenía objetos utilísimos.
Y él no tenía ninguno.
Ni había pensado en eso, hasta ese momento.
Sam consideró la perspectiva de conducir de costa a costa sin una rueda de repuesto,
sin herramientas, y su estado de cálida seguridad se evaporó bruscamente. En la
siguiente salida, decidió, buscaría una estación de servicio y se haría con un neumático,
en seguida. Había espacio para ponerlo en el asiento trasero, junto a su equipaje. Y al
mismo tiempo podía comprar también
El U-Haul, notó de pronto Sam, iba de un lado a otro torpemente, como si las ruedas
hubieran perdido tracción. Un instante después el coche hizo lo mismo, y Sam notó que
se movía lateralmente, realizando un hermoso patinaje sobre un oleoso tramo de
autopista no pavimentado. Mover el volante en la misma dirección que el patinazo, eso se
supone que hay que hacer, pensó Sam, extrañamente tranquilo. Sin saber cómo
consiguió mantener el pie fuera del freno pese a cualquier inclinación natural, y contempló
con calmado horror cómo coche y remolque se deslizaban plácidamente por el vacío carril
hasta el lateral derecho y se detenían, sobre las ruedas y mirando al frente, en la nieve
amontonada a lo largo de la cuneta.
Sam respiró con lentitud, se rascó la barbilla y apretó suavemente el acelerador. Las
ruedas emitieron un agudo lamento en su girar sobre la nieve. Sam Norton no iba a ir a
ninguna parte. Se había atascado.
El «tipejo» tenía una cara de sonrosadas mejillas, un cabello cano tan largo que se
rizaba en las puntas y gafas de montura metálica. Miró la nieve que cubría los
automóviles del puesto de coches usados, frunció el entrecejo y caminó pesadamente
hacia la sala de exhibición.

—He venido a recoger mi coche —anunció—. Había que repasar las válvulas. Me
retrasaron los negocios en otra parte del mundo.
El vendedor estaba nervioso.
—El coche no está aquí.
—Eso veo. Búsquelo, pues.
—Lo vendimos hace más o menos una semana.
—¿Lo vendieron? ¿Han vendido mi coche? ¿Mi coche?
—El coche que usted abandonó. El coche que guardamos aquí un año entero. Esto no
es un aparcamiento. Mire, primero hablé con mi abogado y él dijo
—Muy bien. Muy bien. ¿Quién fue el comprador?
—Un tipo, se ha trasladado a California y necesitaba un coche para ir rápidamente. Él
—¿Su nombre?
—Mire, no puedo decirle eso. Él compró el coche de buena fe. No tiene derecho a
molestarlo.
—Si quisiera —dijo el hombrecillo—, podría sacarle la información de varias formas.
Pero no importa. Localizaré el coche fácilmente. Y usted lamentará ciertamente este
escandaloso quebranto de sus obligaciones de custodia. Lo lamentará.
Salió furioso de la sala, murmurando, indignado.
Varios minutos después el centelleo de un rayo brilló en el cielo.
—¿Un rayo? —se extrañó el vendedor de automóviles—. ¿En enero? ¿Durante una
ventisca?
Cuando retumbó el trueno, todas las hojas de vidrio de las ventanas de la sala de
exhibición se hicieron añicos en el mismo instante.
Sam Norton permaneció sentado, haciendo girar las ruedas un rato con creciente furia.
Sabía que eso no iba a servir de nada, pero no sabía qué otra cosa podía hacer, en
aquella situación, aparte de apretar el acelerador y confiar en que el coche saliera de la
nieve. Su otra esperanza, y la última, era que se presentara la patrulla de carreteras, viera
su apuro y llamara a un camión grúa. Pero la autopista estaba prácticamente desierta y
los pocos vehículos que circulaban pasaban sin detenerse.
Cuando ya habían transcurrido diez minutos, Sam decidió examinar la situación de

forma más minuciosa. Se preguntó vagamente si podría amontonar nieve con los pies
para que las ruedas tuvieran un poco de apoyo. No parecía plausible, pero no podía hacer
mucho más. Sam salió del coche y se acercó a la parte trasera del vehículo.
Y observó por primera vez que el maletero estaba abierto.
La tapa había saltado treinta centímetros, abriéndose por aquella línea de demarcación
limpiamente soldada. Sorprendido, Sam la levantó un poco más y atisbo el interior.
El interior tenía olor a humedad, a moho. Sam apenas pudo verlo porque la luz era
tenue y la tapa no se levantaba más. Le pareció ver dispersos deformes objetos, sin
tamaño o forma particular, pero no notó nada al intentar tocarlos a tientas. Le pareció
como si las cosas que había en el maletero se apartaran de su mano, se esfumaran en
los rincones más oscuros cuando él quería cogerlas. Pero entonces sus dedos
encontraron algo frío y liso, y escuchó un feliz sonido de metal al chocar contra metal.
Sacó la mano.
Apareció un juego de cadenas para ruedas.
Sam sonrió ante su buena suerte. ¡Precisamente lo que necesitaba! Desenredó
rápidamente las cadenas y se agachó junto a las ruedas traseras para asegurarlas. La
tapa del maletero se cerró de golpe mientras Sam trabajaba (la bisagra debía de estar
suelta, pensó él), pero ese detalle no tenía importancia. Al cabo de cinco minutos había
puesto las cadenas. Tras ponerse al volante, volvió a poner en marcha el coche, tocó el
acelerador, apretó delicadamente el embrague y se mordió con fuerza el labio inferior a
modo de ayuda para que el vehículo saliera del montón de nieve. El automóvil avanzó
suavemente hasta situarse en un tramo despejado. Sam dejó puestas las cadenas hasta
que llegó a una zona de servicio, tras doce kilómetros de autopista. Allí las quitó. Y al
levantarse vio que el maletero estaba abierto otra vez. Echó las cadenas adentro y se
arrodilló, intentando de nuevo ver qué otra cosa podía haber en el maletero. Pero ni
forzando la vista descubrió nada. Al tocar la tapa, ésta se cerró de golpe y una vez más la
pane trasera del coche adoptó su asombroso aspecto de estar totalmente soldada.
No voy a razonar el porqué, pensó Sam. Se acercó a la estación y pidió al empleado
que le vendiera un neumático de repuesto y un juego de herramientas. El empleado, con
la frente fruncida, examinó el vehículo por la ventana y comentó:

—No sé si habrá alguno que vaya bien. Tenemos el tipo estándar y el pequeño, pero
usted necesita uno intermedio. Nunca había visto un neumático como ese, francamente.
—Quizá debería verlo más de cerca —sugirió Norton—. Precisamente es un tipo
estándar de coche extranjero y
—No. Puedo verlo desde aquí. ¿Qué coche lleva, de todas formas? ¿Uno de esos
cacharros japoneses?
—Algo así.
—Escuche, tal vez encuentre un neumático en Harrisburg. Allí hay un proveedor
especializado en coches extranjeros que le podrá conseguir un silenciador, un
amortiguador, lo que quiera.
—Gracias —dijo Norton, y salió.
No le apetecía detenerse cuando llegó al desvío de Harrisburg. Le intranquilizaba un
poco conducir sin neumático de recambio, pero el detalle no le preocupaba tanto como
antes. El maletero le había ofrecido unas cadenas cuando las necesitó. Era imposible
saber qué otras cosas podían aparecer allí en el momento preciso. Sam siguió
conduciendo.
Puesto que su vehículo no estaba disponible, el hombrecillo tenía que alquilar otro.
Pero eso no era problema. En cualquier ciudad había agencias especializadas en esas
cosas. Al poco rato el hombrecillo se puso en contacto con una, no precisamente por
teléfono, y explicó su dilema.
—La dificultad —dijo el hombrecillo— es que él me lleva una delantera de varios días.
Le he seguido la pista hasta un punto al oeste de Chicago, y avanza a buen promedio,
setecientos kilómetros por día.
—Será mejor que vaya volando, en ese caso.
—Eso había pensado —dijo el hombrecillo—. ¿Qué puedo conseguir en seguida?
—Podía haberle ofrecido un bonito modelo persa, pero no funciona porque están
cosiéndole nuevas borlas. Pero a usted no le interesan demasiado las alfombras,
¿verdad? Lo había olvidado.
—No confío en ellas cuando hay corrientes térmicas —dijo el hombrecillo—. Me metí
en una corriente ascendente una vez, en Sikkim, y casi estaba en la cumbre del Himalaya

cuando recobré el control. Durante un rato me pareció que acabaría puesto en órbita.
¿Qué hay en el establo?
—Bueno, algunos ejemplares bastante decentes. Hay un macho superior que ha
estado descansando todo el invierno, aunque ahora está un poco irritable , usted quizá
preferiría aquel caballo castrado, el bayo. ¿Por qué no pasa por aquí y lo decide usted
mismo?
—Así lo haré —repuso el hombrecillo—. Continúan aceptando la tarjeta Diner's Club,
¿no es cierto?
—Todas las tarjetas de crédito importantes, como siempre. Sin duda.
Norton se encontraba al sur de Illinois, a una hora de San Luis en una mañana húmeda
y con niebla, cuando se pinchó el neumático delantero derecho. Sam esperaba que
durara un día y medio desde que se detuvo en Altoona para llenar el depósito. El chico de
la gasolinera había tocado las llantas y le había mostrado el punto débil, y Norton había
asentido y preguntado qué posibilidades tenía de comprar un recambio, y el muchacho se
había encogido de hombros mientras le decía: «Es un tamaño curioso. Pruebe en
Pittsburgh». Sam probó en Pittsburgh, perdiendo hora y media allí y oyendo de boca de
varios hombres probablemente expertos que no se fabricaban neumáticos de aquel
tamaño, de ningún modo. Norton empezaba a preguntarse cómo se las habría arreglado
el anterior propietario del vehículo para encontrar repuestos. Quizá los neumáticos fueran
los originales, se imaginó. Pero estaba mórbidamente seguro de una cosa: aquel punto
débil cedería, sin duda, antes de que él viera Los Ángeles.
Cuando se produjo el pinchazo, Sam iba a cincuenta y cinco por hora, y descubrió al
instante qué había ocurrido.
Frenó sin perder el control. La cuneta era amplia en aquel lugar, pero aun así Norton se
alegró de que el pinchazo estuviera en el lado derecho del coche: era difícil imaginar el
cambio del neumático con el trasero expuesto al tráfico. Todavía estaba felicitándose por
aquella pizca de buena suerte cuando recordó que no tenía neumático de recambio.
Curiosamente, Sam no se sintió muy preocupado por ello. Pasar doce horas diarias
ante el volante estaba produciéndole un efecto tranquilizador; en aquel momento nada le
preocupaba en exceso, ni siquiera la perspectiva de quedar encallado a una hora al este

de San Luis. Iría andando hasta el teléfono más próximo, estuviera donde estuviese,
llamaría al Automóvil Club local y explicaría su apuro, y ellos vendrían a buscarle y le
remolcarían hasta la civilización. Luego se hospedaría en un motel un par de días y
telefonearía a Ellen, que estaba en casa de su hermana, en Los Ángeles, y le diría que él
estaba bien pero que llegaría con cierto retraso. Haría poner un parche en el neumático o
bien el Automóvil Club localizaría alguna tienda de San Luis que vendiera neumáticos
raros, y todo acabaría bien. ¿Por qué dejarse llevar por el nerviosismo?
Sam bajó del coche y examinó el pinchazo, que realmente era de consideración.
Luego, al observar que el maletero se había abierto otra vez, se acercó a la parte trasera.
Metió la mano a modo de prueba, esperando encontrar las cadenas en la parte más
externa, en el lugar donde las había dejado. No estaban allí. Por el contrario, sus dedos
se cerraron sobre una enorme barra metálica. Norton la sacó en parte del maletero y vio
que había encontrado un gato. Precisamente eso, pensó. Y el neumático de recambio
debería estar detrás mismo , por aquí, ¿no? Sam intentó ver algo, pero la tapa apenas
se había alzado medio metro y era imposible ver mucho. Sus dedos encontraron
excelente caucho, no obstante. Sí, ahí estaba. Magnífico y rollizo, nuevo, con profundas
estrías , muy bonito. «Y junto al neumático, si continúa mi buena suerte, tengo que
encontrar un cofre de doblones de oro.»
Los doblones no estaban allí. Quizá la próxima vez, pensó Sam. Sacó el neumático y
pasó una sudorosa media hora poniéndolo. Cuando terminó, metió el gato, la llave y el
neumático pinchado en el maletero, que de inmediato se cerró con el usual y hermético
grado de cierre. Una hora más tarde, sin más incidentes, Sam cruzó el Mississippi y entró
en San Luis, encontró una habitación en un reluciente motel nuevo junto al Gateway Arch,
se dio una ducha caliente y tomó un par de cervezas frescas y finalmente pidió una
conferencia con la hermana de Ellen. Su esposa acababa de volver tras una fracasada
búsqueda de piso y parecía cansada y desilusionada. Los niños aullaban en segundo
término cuando ella dijo:
—No estás conduciendo con cuidado, ¿verdad?
—Naturalmente que sí.
—Y el nuevo coche , ¿se porta bien?

—Su conducta no admite reproche —contestó Norton.
—Mi hermana quiere saber de qué casa es. Dice que un Volvo es un buen tipo de
coche, cuando se quiere un modelo extranjero. Es un coche noruego.
—Sueco —le corrigió Norton.
—Ha comprado un coche sueco —oyó que Ellen decía a su hermana. La respuesta fue
ininteligible, pero un momento después Ellen dijo—: Dice que has sido muy listo. Esos
suecos también hacen buenos coches.
El techo de vuelo era bajo, la visibilidad inferior a un kilómetro dada la espesa niebla.
Los aeropuertos estaban cerrados en todo Pennsylvania y el este de Ohio. Pero el
hombrecillo volaba hacia el oeste, manteniéndose un poco por encima de la esponjosa
blancura que se extendía hasta el horizonte. Iba a buena velocidad, y era un alivio no
tener que preocuparse de los malditos aviones privados.
Además, el caballo castrado bayo tenía mucho vigor. Era un borrachín, devoraba
combustible, ese era su único problema. Imposible hacer muchas millas por bala de heno
con los caballos disponibles en la actualidad, pensó tristemente el hombrecillo. Todo se
hallaba en estado de decadencia, y había que aceptar la situación.
El plan de vuelo original preveía que el hombrecillo diera alcance a su automóvil al
norte de Texas. Pero se había detenido en Chicago por el súbito capricho de visitar a
unos amigos, y calculaba que ya no alcanzaría al vehículo hasta llegar a Arizona. Ansiaba
ponerse ante el volante otra vez, después de tantos meses
Cuanto más pensaba en el maletero y en sus jugarretas, tanto más preocupado por ello
se sentía Sam Norton. Las cadenas, el neumático de recambio, el gato ¿Cuál sería el
próximo milagro? En Amarillo, Sam ofreció veinte dólares a un mecánico si conseguía
abrir el maletero. El mecánico pasó los dedos por la pulcra juntura, incrédulo.
—¿Quién es usted, uno de esos tíos de la tele? —preguntó él hombre—. ¿Se está
divirtiendo conmigo?
—En absoluto —dijo Norton—. Sólo deseo que se abra el maletero.
—Bueno, supongo que con un soplete oxiacetilénico, tal vez
Pero Norton sintió un vago terror ante la idea de abrir el coche de esa forma.
Desconocía por qué ese pensamiento le asustaba tanto, pero le asustaba, y salió de

Amarillo con el coche intacto mientras el mecánico murmuraba y rociaba sus botas con
jugo de tabaco. Cien kilómetros después, cerca de la frontera de Nuevo México y
recorriendo un territorio desolado y desierto, calcinado por el clima, Norton decidió poner
a prueba al maletero.
ÚLTIMA GASOLINERA ANTES DE ROSWELL, advertía un desgastado letrero.
¡LLENE EL DEPÓSITO AHORA!
El indicador de gasolina indicaba que el depósito estaba casi vacío. Roswell se hallaba
bastante lejos. No había otro ser humano a la vista, ningún pueblo, ni siquiera una
cabaña. Aquel, decidió Norton, era el lugar adecuado para quedarse sin gasolina.
Pasó junto a la gasolinera a ochenta kilómetros por hora.
Al cabo de unos minutos se hallaba a dos montañas y media de la gasolinera y Sam
empezó a dudar, no meramente de la sensatez de su acción, sino también de su cordura.
Quedarse deliberadamente sin gasolina iba contra toda razón; era más difícil hacer eso
que dejar sonar el teléfono sin cogerlo. Diez veces se ordenó a sí mismo dar la vuelta
para llenar el depósito, y diez veces rehusó obedecer.
La aguja fue bajando lentamente, hasta que indicó la E de Empty (vacío), y Sam siguió
adelante pese a ello. La aguja se deslizó por la zona roja de advertencia, por debajo de la
E. Norton había consumido incluso los litros de gasolina que el depósito no registraba: el
margen de seguridad para conductores descuidados. Y en cualquier momento a partir de
entonces el coche
se detendría.
Por primera vez en su vida Sam Norton se había quedado sin gasolina. Muy bien,
maletero, veamos de qué eres capaz, pensó él. Abrió la portezuela y percibió el frígido
silbido de la brisa de la montaña. Había silencio allí, un silencio ominoso. Aparte de la
grisácea franja de la carretera, aquel paraje tenía un aspecto oscuramente prehistórico,
todo él artemisa, pinos piñoneros y ni rastro del impacto del hombre. Norton se dirigió
hacia la parte trasera del vehículo.
El maletero estaba abierto de nuevo.
Parecía como si el maletero adivinara. «Ahora meto la mano y encuentro una lata de
cincuenta litros de gasolina que se ha materializado misteriosamente y »

Sam no palpó ninguna lata de gasolina en el maletero. Buscó a tientas mucho rato y
acabó con nada más útil que un rollo de gruesa cuerda.
¿Cuerda?
¿De qué sirve una cuerda para un hombre sin gasolina en el desierto?
Norton levantó la cuerda, en busca de respuestas y sin hallar una sola. Pensó que
quizás esta vez el maletero no deseaba ayudarle. El patinazo, el pinchazo , eso no había
sido por culpa de él. Pero él había premeditado con malicia que el automóvil se quedara
sin gasolina, para ver qué sucedía, y quizás eso no estaba dentro del alcance de los
servicios del maletero.
¿Para qué la cuerda, de todas maneras?
¿Una broma espeluznante? ¿Estaba indicándole el maletero que se ahorcara? En
aquel lugar ni siquiera podía hacerlo correctamente; no había un árbol lo bastante alto
para que un hombre se colgara, ni tan solo un poste telefónico. Norton sintió deseos de
darse una patada. Allí estaba él, y allí permanecería durante horas, incluso días, quizás,
hasta que pasara otro coche. ¡Qué estúpido despliegue de habilidad!
Lanzó coléricamente la cuerda al aire, desenrollándola, y un extremo se mantuvo tieso.
La cuerda quedó inmóvil a un metro del suelo, rígida, apuntando al cielo. Se formó una
tenue nube azul turquesa en la punta superior, y de lo alto bajó un delgado muchacho,
musculoso, de tez olivácea, con un turbante y un taparrabos, que miró al boquiabierto
Norton.
—Bueno, ¿qué pasa? —preguntó bruscamente el muchacho.
—Me he quedado sin gasolina.
—Hay una gasolinera treinta kilómetros más atrás. ¿Por qué no llenó el depósito allí?
—Yo es que
—Maldito necio —dijo disgustado el muchacho—. ¿Por qué me liaré con trabajos como
este? Muy bien, no se mueva de aquí y veré qué puedo hacer.
Volvió a subir a lo alto de la cuerda y desapareció.
Al regresar, tres minutos más tarde, el muchacho llevaba una lata de gasolina. Tras
mirar enfurecido a Norton, abrió la tapa del depósito y echó la gasolina
—Con esto llegará a Roswell —dijo—. A partir de ahora mire el tablero de vez en

cuando. ¡Idiota!
Subió por la cuerda. Tras desaparecer, la cuerda quedó fláccida y cayó. Norton la
recogió temblorosamente y la metió en el maletero, cuya tapa se cerró con un golpe
agresivo.
Media hora pasó antes de que Norton creyera seguro volver a ponerse al volante.
Paseó alrededor del vehículo más de mil veces, sin tranquilizar mucho sus nervios, y por
fin, ante la cercanía de la noche, subió al coche y lo puso en marcha. El motor tosió y
arrancó. Sam Norton inició la marcha hacia Roswell a la sobria y constante velocidad de
veinticinco kilómetros por hora.
Estaba dispuesto a creer en cualquier cosa.
Y por eso no le sorprendió que un llamativo caballo bayo con una envergadura de alas
similar a la de un DC-3 planeara en el aire, diera varias vueltas sobre el automóvil y
realizara un limpio aterrizaje en la autopista, junto al vehículo. El caballo trotó al lado del
coche, al mismo paso que éste, mientras el canoso hombrecillo que iba en la silla gritaba:
—¡Abra de par en par la ventanilla, joven! ¡Tengo que hablar con usted!
Norton abrió la ventanilla.
—¿Se llama Sam Norton? —preguntó el hombrecillo.
—Exacto.
—Bien, escuche, Sam Norton. ¡Ese coche que conduce es mío!
Norton vio un sucio desvío y se metió en él. Al salir, el Pegaso le siguió al trote y se
detuvo para que el jinete desmontara Luego el animal mordisqueó malhumoradamente la
artemisa agitando sus enormes alas un par de veces antes de plegarlas pulcramente
sobre el lomo.

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